No ha sido precisamente esa vena sanguinaria la que ha elevado el trabajo de Michel Hirst, aunque se antoje liberador en sus dosis de sexo y violencia; porque Vikings, a pesar de revivir un mundo en el que resulta casi imposible separar lo real de lo imaginario, huye del efectismo, de las bestias míticas y de la magia para aprovechar su mejor baza: la historia. Y es que la serie vuelve a las pantallas con su cuarta temporada, en la que continuará narrando el legado de Ragnar Lothbrok y los ecos del terror que durante la Edad Media vivió el oeste de Europa.
Su rigor histórico a la hora de desarrollar los viajes, los sacrificios humanos y las cruentas luchas de poder entre los hombres del norte la han convertido en todo un fenómeno televisivo. El Canal de Historia no se había atrevido antes con la ficción, y su primer ensayo está superando todas las expectativas. No por cuestión de despedazar los escasos documentos referidos a esa época concreta, sino por reavivarlos y dar sentido a toda la poética mítica de la cultura nórdica, en donde la historia no se puede explicar sin la ficción. Es por ello que Michael Hirst –guionista y director de la serie– ha decidido dar forma a los hechos históricos poniéndolos al servicio de la trama, canalizándolos como materia narrativa para ofrecer un testimonio fiable envuelto en una estética rigurosa y cuidada.
Y quizá sean esas dosis de misticismo las que hacen de esta serie un producto singular, que con sudor y cochambre –nada de ese cartón piedra del cine histórico tradicional– consigue desmarcarse del resto del panorama seriéfilo. Sin remilgos ni aires de grandeza, solo con la pretensión de mostrar cómo era la sociedad vikinga en el siglo VIII por medio de un rigor y una estética que ya se ha visto exportada al cine con películas como Mácbeth, amén de una genuina banda sonora que incide en el esoterismo y la liturgia de sus creencias paganas.