"Papá, ayúdame. Tengo los ojos vendados", fueron las primeras palabras que mi padre escuchó al otro lado del teléfono. Una sola frase que desencadenaba minutos de incertidumbre y nerviosismo. Un hombre se hacía pasar por mí, cuando yo me encontraba a miles de kilómetros de él - según el CNP, este fraude procede de las cárceles chilenas-, volviendo de trabajar.
Inmediatamente, y mientras el secuestrador tomaba el mando de la conversación, mi padre hacía gestos a mi madre para que llamase a la Policía. "O nos da el dinero o va a sufrir mucho", amenazaba el que se autodenominaba "jefe de la banda". Al momento empezó el baile de cifras, querían sacar cualquier precio por liberarme de mi supuesto cautiverio. Para aumentar la presión, amenazaban con cortarme una parte de mi cuerpo.
Y como la vida a veces juega malas pasadas, mi móvil, al que mi madre intentaba una y otra vez llamar, aparecía apagado víctima de la inexistente cobertura de la línea de Cercanías. Mientras tanto, la negociación seguía agotando la paciencia de los secuestradores virtuales. Pero, en ese momento, volvió la cobertura y los llantos de mi madre inundaron mi teléfono. Estaba vivo, desconcertado y a miles de kilómetros de mis supuestos secuestradores. No sabía qué estaba pasando y sólo oía: "Que está bien, díselo a la Policía". Para entonces, mis raptores ya se habían dado cuenta de que su fraude no estaba funcionando y se habían rebajado a soltarme por unos cientos de euros.
Ahora, acaba de sonar el teléfono otra vez. Nos hemos quedado mirándolo. No es más que una comercial intentando vendernos un dispensador de agua. Quizás, la próxima vez, nos lo pensemos dos veces cuando veamos algo en el telediario y meditemos: "Eso me puede pasar a mí".