El amor por los libros es un sentimiento de difícil explicación racional que profesamos algunos lectores y bibliófilos por este soporte. Me atrevo a calificarnos como libroheridos, de la misma manera que el vocablo letraherido se refiere a quienes sienten la atracción irresistible por la lectura y la escritura. ¿Seguirán existiendo libroheridos cuando el actual formato sea desplazado por las pantallas, si alguna vez se llega a producir totalmente? ¿Será el amor por el e-book de la misma categoría que el que profesamos al formato actual del libro?. Mientras esperamos, es conveniente lanzar una mirada a algunas obras recientes de libroheridos que nos hacen reflexionar sobre la historia y los valores de ese extraño objeto de deseo que para muchos es un libro.
Grecia Y Roma
El escritor, poeta y ensayista mexicano Alfonso Reyes (1989-1959) nunca pudo imaginar que el contenido de un libro llegaría a tener como soporte una pantalla luminosa. Estudioso de la cultura clásica greco-romana, una de sus reflexiones sobre el tema es Libros y libreros en la antigüedad (Ed. Fórcola), un pequeño ensayo que es un homenaje al mundo del libro y a su historia, un fascinante recorrido por la arqueología del libro y por las bibliotecas de la antigua Grecia y la Roma imperial. Es curioso comprobar a lo largo de sus páginas lo poco que han cambiado algunas cosas en el mundo editorial desde entonces, cuando el libro tenía la forma de un rollo de papel “encuadernado” en estuches de cuero purpurado o en varas de ébano, oro o marfil. Alfonso Reyes narra el nacimiento del moderno comercio del libro en Grecia, cuando los editores decidieron convertir en negocio la divulgación de las obras de aquellos autores más conocidos, los que se escuchaban con más interés en plazas y calles. Los editores contaban con equipos de copistas que escribían simultáneamente en varios soportes un mismo texto dictado por un lector y que luego se distribuían en carretas y naves.
En Roma la industria editorial conoció un desarrollo vertiginoso al exportar sus obras a todos los lugares del imperio. Las recitaciones públicas de fragmentos de libros a cargo de sus autores, en las que se fomentaba la adquisición de la obra, hacían las veces de las actuales presentaciones y reseñas. Las relaciones entre autor y editor eran ya importantes en aquellos años. Ático, el editor más conocido durante el imperio romano, amigo de Cicerón, era también auxiliar y consejero de sus autores. Estos no percibían ninguna remuneración por sus escritos, a veces incluso contribuían en los gastos de su publicación y siempre se mostraban muy satisfechos de la labor divulgativa (es el sueño de todo editor de hoy en día). Juvenal y Plinio pensaban que el escribir sólo debía servir para dar renombre al autor de la obra. Claro que ellos no necesitaban los ingresos que podrían aportarles las ventas de sus obras, pero algunos autores que vivían en la indigencia ni aún así reclamaban ser remunerados por sus escritos. Tampoco es nuevo el fenómeno de las listas y los best-seller. Marcial proporciona una lista de aquellas obras que eran las preferidas en su tiempo para hacer regalos, encabezada por Homero y Virgilio, en la que estaban Cicerón, Tito Livio y Ovidio con su Metamorfosis. Tampoco la censura estuvo ausente. El emperador Augusto, aunque era protector de poetas, llegó a confiscar y hacer quemar miles de libros. Su sucesor Tiberio llegó a ordenar matar a autores y editores de obras que no eran de su gusto, y Domiciano organizaba quemas públicas de montañas de libros y hacía también matar y crucificar a sus autores e incluso a los copistas. Tampoco la piratería es un fenómeno nuevo. Las obras de Marcial eran saqueadas con frecuencia y los alumnos de Quintiliano copiaban sus conferencias y las publicaban sin su consentimiento. Galeno publicó varios escritos quejándose sobre el expolio de su obra.
Alfonso Reyes dedica las últimas páginas de este ensayo a evocar las librerías y las bibliotecas de Grecia y Roma. Bibliotecas primero privadas (las de Eurípides, Platón, Aristóteles, Demóstenes, Lúculo o Cicerón) y luego públicas, alimentadas con los libros requisados como botines de guerra en los territorios conquistados. Así las de Alejandría, Pérgamo y Roma. Todas ellas, a pesar de las destrucciones sufridas a lo largo de su historia, contribuyeron a mantener viva la cultura antigua. Las invasiones bárbaras terminaron con el auge editorial de la antigüedad.
De la oralidad al e-book
El libro y la lectura no volvieron a alcanzar un nivel aceptable hasta que la revolución industrial propició la aparición en Europa de una clase media burguesa que pudo permitirse la adquisición de libros y la construcción de bibliotecas públicas, afirma George Steiner en su ensayo El silencio de los libros (Siruela). Buceando en la historia del libro y la lectura, Steiner nos recuerda que la epopeya de Gilgamesh y los fragmentos más antiguos de la Biblia de los hebreos están más cerca en el tiempo del Ulyses de Joyce que de los orígenes de la escritura y no digamos de la invención literaria. Ya se narraban relatos y se transmitían oralmente enseñanzas religiosas y mágicas miles de años antes de que llegaran a desarrollarse formas escritas. Es bien sabido que dos de los “autores” que influyeron de manera más decisiva en la cultura universal, Sócrates y Jesús de Nazareth, nunca dejaron por escrito sus pensamientos y sus doctrinas, pese a lo cual, Atenas y Jerusalén siguen siendo referentes culturales en el siglo XXI.
Durante mucho tiempo se temió que la cultura escrita fuera a sustituir a la memoria; que el libro había llegado para autorizar todas las formas del olvido. El cristianismo vino a imponer la autoridad de la escritura. A través de sus epístolas, Paulo de Tarso reafirmó la creencia de que los textos escritos podían transformar la condición humana y de que la palabra seguiría resonando mucho tiempo en la conciencia de los hombres si quedaba escrita para la posteridad. Los padres y los doctores de la Iglesia y después San Agustín y Santo Tomás de Aquino, reafirmaron esa autoridad de la escritura como valedora de la verdad, a pesar de lo cual (o tal vez por eso) el Vaticano impuso una estricta censura y mandó quemar cientos de libros que se desviaban del canon de las Sagradas Escrituras.
Las preocupaciones de Steiner se extienden a los efectos del lenguaje escrito fuera de los libros. Sostiene que el soporte de la escritura condiciona la forma de adquirir los conocimientos de aquello que se lee. Cita estudios que demuestran que los niños nutridos de televisión e internet podrían carecer de las cualidades que se requieren para aprender a leer en el sentido tradicional del término, con todo lo que esto significa. El silencio, que la lectura reclamaba, no sólo es ahora un lujo sino que el 80 por ciento de los adolescentes americanos confiesan que son incapaces de leer sin un acompañamiento musical de fondo.
Junto a la denuncia de una nueva censura encubierta (en EEUU la literatura ha sido expurgada o retirada de las bibliotecas públicas y universitarias con el pretexto de “lo políticamente incorrecto”), Steiner termina este pequeño ensayo planteando una cuestión delicada, cual es la de hasta qué punto es necesaria la ausencia de censura de libros en las sociedades contemporáneas. ¿Es lícito -se pregunta- permitir obras literarias que ensalzan el racismo, la xenofobia, la pedofilia? ¿Lo es la libre circulación de panfletos que niegan la existencia de los campos de exterminio nazis o que incitan a la violencia terrorista?
El libro como problema
Amor por los libros y su entorno es lo que rezuma la obra de otro destacado libroherido, el escritor y periodista Jesús Marchamalo. En Tocar los libros (Ed. Fórcola) se plantea esa enigmática devoción por el libro como objeto, más allá del placer de la lectura (el tacto y el olor de los libros son otros placeres ausentes en los e-books). ¿Por qué para algunos resulta tan difícil desprenderse de los libros que saben que no van a leer nunca ni nunca van a necesitar, permitiendo que su presencia se extienda cada vez más hasta invadir cada rincón de la casa y provocar situaciones a veces hilarantes y otras hasta dramáticas?. Marchamalo, conocedor de las bibliotecas de muchos escritores, con cuyo material ha realizado excelentes reportajes, desvela en este ensayo filias y fobias de libroheridos y su relación con los miles de volúmenes que atesoran. Mientras Sergio Pitol puede permitirse añadir una habitación más a su casa de campo mexicana de Xalapa cada vez que necesita ampliar el espacio para sus libros, Herman Hesse y Hans Magnus Enzensberger decidieron que por cada nuevo libro que entrase en su biblioteca tendría que salir otro. Eduardo Mendoza abandona en parques y cafés aquellos libros que acaba de leer y no quiere conservar. Marchamalo cuenta los métodos que Félix de Azúa, Mario Muchnik, Bryce Echenique o Javier Marías tienen para deshacerse de ellos.
Se plantean aquí las diferentes fórmulas de organizar una biblioteca, más allá del caótico amontonamiento de libros en todos los rincones de la casa, como en la de Gastón Baquero, el desorden de la biblioteca de Juan Carlos Onetti o el orden preciso de la de Ortega y Gassett. Aún con libros de poco valor, la pérdida de una biblioteca es un drama personal además de una tragedia cultural. En el incendio de la biblioteca de Octavio Paz no sólo se perdieron miles de libros sino también primeras ediciones, obras dedicadas, anotaciones de su puño y letra y documentos irrecuperables. Libros que nunca más se volverán a tocar.