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Sábado, 12 Diciembre 2015 13:07

Quién fuera un crápula

Escrito por 
Gonzalo Blanco Gonzalo Blanco

Resulta inquietante el furor que pueden llegar a desprender los versos de Rimbaud cuando uno se decide a leerlos, porque no parece producto de una lucha contra el sistema, una inquietud moral o social; sino de un inconformismo casi metafísico en el que la sangre hierve por el simple hecho de existir. Se trata de un odio que emana de sus adentros de manera indiscriminada, hacia aquel lugar en el que encuentre algún tipo de agravio. Parece haber sido dotado de algún tormento especial, como un misterioso privilegio que siempre le ha mantenido alerta ante las injurias y sinsentidos de este mundo que lo han terminado por alejar de toda consolación, de toda simpatía humana.

No creo que se trate de algo personal, simplemente le resulta insoportable nuestra continua reconciliación con la vida, ultrajante, que para él es rechazada en bloque, en su más amplia expresión. Quizá de ahí venga su crápula constante, no por identificarse con una bohemia errante     –porque Rimbaud no era un bohemio, su bilis no contenía ningún tipo de carga social–, más bien por una necesidad de evasión. Nada nuevo, por otra parte. Pero es eso lo que hace que su poética sea tan atractiva, esa capacidad de endemoniarse mandándolo todo a tomar viento, porque no es necesario que encuentre a alguna persona en la que vomitar su coléra, el simple hecho de estar ubicado en alguna parte ya es lo bastante espantoso como para obligarle a huir, contestando de forma delirante la realidad que nos ha sido impuesta.

No ha sido el único fascinado por el misticismo de los narcóticos que, gustoso de la pérdida de voluntad y entendimiento, terminaron por mitigar la intolerancia que sufría –porque estaríamos hablando casi de una patología– respecto a las banalidades en las que se articula el universo. Otros descendieron a lo más bajo por razones diferentes, como Baudelaire, que por culpa de una irrefrenable inquietud se vio obligado a reflexionar sobre la epistemología del vino y del hachís, en calidad de escritor dipsómano y sensible, para llegar a la conclusión de que su consumo se debe a una moralidad más bien floja. Como aquel que apuesta sabiendo que va a ganar, lanzarse a los encantos de las sustancias psicoactivas en favor de la creatividad es para Baudelaire algo reprobable en cierto sentido.

Dudo que opinase lo mismo Hunter S. Thompson, comedor de mescalina profesional que fue testigo de la muerte del sueño americano desde la más absoluta espontaneidad, con la cabeza llena de drogas para verse imbuido de ese magnetismo que proporciona el escándalo. Némesis del stablishment, nunca buscó introducir al lector en el mundo de los psicotrópicos; pero no duda en reconocer que sin ellos no habría sido la misma persona y, por tanto, el mundo tendría que resignarse a desconocer los delirios de un hipi narcotizado que encontró la perfección de su demencial prosa en Miedo y Asco en Las Vegas.

Lo primordial aquí es sumergirse en la bajeza, cruda e implacable, para ser testigo de la degradación más indigna, floreciente en la desesperación y el vicio. Puede ser fruto de la inquietud o de la atracción más oscura hacia el exotismo de los narcóticos; pero también producto de una aversión iracunda, como la de Rimbaud, que nos odia a todos. Pero insisto, no es nada personal.

 

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