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Domingo, 11 Enero 2015 00:00

El camino de París pasa por Damasco

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Veinte muertes violentas por motivaciones político-religiosas en tres días parecen muchas para Francia. También para eso que de forma tan pomposa como huera se denomina por políticos y periodistas “países de nuestro entorno”. En Iraq y en Siria, desde hace unos pocos años -es la excepción histórica y no la regla- hay días en las que esa cifra se multiplica por diez o más. De esa disparidad cuantitativa se valen nuevamente políticos y periodistas para repetir machaconamente que lo que ocurre aquí nada tiene que ver con lo que sucede allí. Los que eso afirman son los mismos que, sin embargo, reclaman una globalización a ultranza para extender el capitalismo y llevar a los confines del ancho mundo unos productos culturales que, créase o no, no siempre son valiosos, ni superiores a los que hacen otros ni apreciados por aquellos a los que se les quieren imponer. Esa esquizofrénica relación con la globalización es la que ha vuelto a quedar en evidencia estos días. Los “análisis” con que políticos y periodistas nos abruman tras los terribles y condenables sucesos franceses vuelven a dejar en evidencia esa tramposa declaración de “un mundo sin fronteras” que en la práctica se ejerce de manera tan caprichosa como sectaria y xenófoba.

Significativo es ver cómo después de lo ocurrido en Francia la palabra “Siria” parece estar vetada en los discursos de políticos y periodistas. Ninguno de esos medios que con repugnante profusión han alimentado la crisis en ese país ha recogido la enérgica condena del Gobierno sirio a los hechos de París. Tal vez porque al mismo tiempo Damasco ha recordado lo que viene diciendo desde hace cuatro años: que el terrorismo es hoy un fenómeno global y no territorial, al margen de siglas porque bien es sabido que los militantes de Al Qaeda hoy son los del Estado Islámico mañana, y viceversa. Tan significativo como ver con estupor cómo las mismas imágenes que desde hace cuatro años han venido utilizando las televisiones y periódicos para glosar lo que sistemáticamente han presentado como hazañas de aquellos a los que han llamado “rebeldes moderados”, “freedom fighters” y otras lindezas propagandísticas sirven ahora para subrayar lo malos que son los terroristas islamistas. Esos yihadistas que ahora asustan tanto porque parece que han venido “aquí”, aunque en realidad siempre han estado, sencillamente porque son de “aquí”. Y así es porque la ficticia línea divisoria con la que ciertos países vienen justificando desde hace al menos tres siglos sus desafueros en otros territorios en realidad no es tal. Bien claro lo dejó Edward Said, uno de los máximos intelectuales árabes del último medio siglo, por cierto, árabe cristiano. Y no está de más recordarlo porque pese a la manoseada asociación que políticos y periodistas hacen de árabe e islam, una cosa no presupone la otra ni muchísimo menos. Tan evidente es eso como que Allah en árabe significa Dios, y no el dios de los musulmanes, pese a que políticos y periodistas analfabetos se empeñan en dar a entender que es el dios de los musulmanes, cuando en realidad es el mismo que el de cristianos y judíos porque las tres religiones vienen del mismo tronco y son parte de la misma civilización que nació en Iraq y Siria y luego se extendió a Europa y otras periferias más o menos bárbaras. Said, además de árabe cristiano, era palestino y, como a él le gustaba definirse, shami, es decir, hijo de la Gran Siria –la Siria actual, Líbano, Palestina, parte de Jordania e Iraq y algún territorio más-, dejó claro en su obra Orientalismo cómo y porqué países como Francia, Reino Unido, Alemania pero también Italia, España y EE UU inventaron una realidad imaginada que dividía el mundo entre “Oriente” y “Occidente”, siendo lo despreciable lo primero y lo bueno lo segundo. A partir de ahí creció la deformación de la imagen del “otro”, en este caso, el “oriental”. Una línea divisoria que no solo adquirió una caprichosa definición geográfica, también, y lo que es peor, cultural. De ahí se derivan muchas cosas, como el imperialismo y el colonialismo de los siglos XIX y XX pero también disparatadas teorías como las del choque de civilizaciones de Huntington o su contraparte, la muy naif “alianza de civilizaciones” de Zapatero y el islamista radical turco Erdogan. La una y la otra tan nocivas y estériles para interpretar la realidad. De ese pastiche han salido delirios esperpénticos como el discurso de Obama “a los musulmanes” pronunciado en 2009 ¡en una ciudad como El Cairo! que si originalmente es algo es cristiana y, hoy, esencialmente multiconfesional. Tan multiconfesional como Siria, Iraq, Líbano, Palestina, Jordania o Egipto, donde desde hace siglos se han dado respuestas políticas propias para garantizar esa multiconfesionalidad social. Enraizada en el dhimmi del primer islam y el posterior milet otomano, ahí está la aconfesionalidad real de los estados de esos países, que a diferencia de lo que ocurre en Arabia Saudí, Qatar, Emiratos o Israel –Estado judío y faro de “Occidente” que, sin embargo, está en “Oriente” porque así lo ha querido “Occidente”-, no se identifican con ninguna confesión para protegerlas a todas y garantizar su práctica en igualdad de condiciones. La libertad de expresión –no se puede olvidar- también pasa por la libertad de expresar libremente la religiosidad de cada cual. Nada que ver tampoco con la autoproclamada aconfesionalidad del Estado español, imposible en un país culturalmente católico y cuya homogénea construcción histórica está vinculada precisamente a la expulsión, si no exterminio, de musulmanes y judíos, digan lo que digan las guías turísticas que anuncian ciudades de las “tres culturas” que, en realidad, son parques temáticos vacíos que más que hablar de tolerancia –la coexistencia está reservada a países verdaderamente multiconfesionales- nos recuerdan la intolerancia que motivó esos exterminios y expulsiones. Aconfesionalidad de los estados sirio, libanés, iraquí, egipcio, jordano y palestino que igualmente contrasta con el rabioso laicismo de inspiración francesa, donde aparentemente el Estado nada tiene que ver con los hechos religiosos. Aparentemente, porque como nuevamente demuestran los hechos de estos días y pese a las pomposas declaraciones de los líderes franceses de las últimas décadas, Francia es un país culturalmente cristiano. Por eso ahora ve con sospecha a los cinco millones de musulmanes franceses. Sí, franceses. La República Francesa también se ha preciado de eso, de que la ciudadanía está por encima de todo. Bueno, estos días no tanto porque se subraya que si bien los autores de la masacre en un Charlie Hebdo amenazado y con protección policial desde 2006 eran franceses de nacimiento, sobre todo eran de origen argelino, además de musulmanes, claro, desentendiéndose así la República de las Luces de esos hijos a los que ahora considera bastardos. En apenas unos minutos todo el grandilocuente tinglado francés en favor de la ciudadanía, el laicismo y la globalización se ha venido abajo. Y no es primera vez. Tampoco será la última porque las categorías con las que en “Occidente” se describe lo que pasa en el mundo son tan débiles como desmemoriadas, al no recordar y explicar, por ejemplo, qué hizo Francia en Argelia. O en Siria y Líbano, donde acuerdo Sykes-Picot mediante descuartizaron el Bilad al Shams de Edward Said mientras de la mano de los españoles sometían Marruecos. Tampoco nadie se quiere acordar de lo que los británicos han hecho en Palestina y en Iraq, en este último por sí mismos o con los estadounidenses. Así es muy fácil hablar de “ellos” y “nosotros” o del “fin de la Historia”, olvidando la conexión de unos con otros y de unos hechos de ayer mismo con los de nuestros días.


Dos días antes del atentado en Charlie Hebdo, la asesora política y en materia de comunicación del Presidente sirio Bachar al Asad ofreció una entrevista al canal de televisión libanés Al Majadeen – la Al Jazeera en la que tienen espacios imames radicales no es la única voz periodística en lengua árabe-. En ella, y al ser preguntada por la incoherencia de países que como Francia y EE UU condenan el terrorismo en casa pero lo jalean o al menos lo consienten en otros lugares como Siria, Bouthaina Shaaban fue categórica. Afirmó que los llamados occidentales están de un tiempo a esta parte bastante “confundidos”. Lo relevante de los dichos de esta académica destacada, defensora de los derechos de las mujeres, con decenas de publicaciones en árabe y en inglés y que fue candidata al Premio Nobel de la Paz en 2005, no es eso. Para ella lo importante es que gracias a esa confusión tan evidente, tan difícil de enmascarar en los últimos tiempos, los árabes –cristianos y musulmanes-, durante siglos víctimas del orientalismo tan bien descrito por Edward Said, se han dado cuenta por fin de que los autoproclamados occidentales en realidad saben más bien poco, no tienen las cosas claras, no están preparados para abordar los problemas del mundo actual ni tienen recetas ni “hojas de ruta” para ello. En el caso de Siria, pero también de Palestina, esa constatación ha llevado a Damasco y Jerusalén –sí, Jerusalén, capital de Palestina- a no esperar nada de países que como Francia, EE UU y otros no saben dónde están ni con quiénes se deben aliar cuando lo que está en juego es algo tan evidente como la lucha contra el terrorismo global. Si los yihadistas, que son tan “occidentales” como “orientales”, que están en uno y otro lado de esa absurda línea imaginaria trazada por algunos “occidentales” tan arrogantes como ignorantes, también se han dado cuenta, el problema actual de “Oriente” y “Occidente” –tanto monta monta tanto- será mucho mayor. Ojalá los yihadistas no hayan descubierto aún esa confusión quizás endémica de esos “occidentales” que se hacen trampas en el solitario y que confunden conflictos materiales -como el de Palestina- con religiosos. Lamentablemente para todos, parece que los terroristas también ya lo saben.

 

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