Estamos acostumbrados a ver fraudes en el telediario y a pensar "a mí eso no me puede pasar". Hasta que pasa.
Son las cinco de la tarde y la tranquilidad parece que ha vuelto a mi casa. Una hora y media antes, los gritos y el llanto se habían apoderado de ella. Mis padres recibían una llamada de un número desconocido diciendo que habían secuestrado a su hijo y que tenían que pagar un rescate si no querían que le hiciesen "mucho daño".
Ser concejal del Ayuntamiento de Madrid empieza a ser aburrido. Al menos, eso me confesaba el otro día, en una entretenida copa de Navidad de esas que por estos tiempo tanto abundan –porque con la crisis las cenas pasaron a ser copas y éstas a vinos españoles-, un edil en la oposición del Consistorio madrileño. “Está poco entretenido”, me decía ante mi asombro. Y, después de pensarlo, no me extraña.
Los periodistas que trabajan en gabinetes de prensa y los bomberos tienen una cosa en común: se dedican a apagar fuegos. Una similitud, que –y permítanme el sarcasmo- ha prendido fuego en la mente de la alcaldesa Manuela Carmena y en la de los 21 bomberos del Ayuntamiento de Madrid que ya se encuentran formándose para ejercer de periodistas.
El madrileño es un ser chulo por naturaleza. Si no, qué persona cabal instauraría en santo matrimonio al cocido y al bocadillo de calamares como platos típicos de la Villa y Corte. Vanagloriar un producto, en una ciudad que, amén de su anexión estival de Gandía, tiene el mar a 300 kilómetros o a dos horas de Benidorm en distancia de cuñado, es como mínimo un disparate o, mejor dicho, un alarde de chulería.