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Martes, 27 Noviembre 2012 19:53

Tampere, una Manchester entre lagos y coníferas

Escrito por  José Rojo Martín

Vanguardista, elegante, callejera, orgullosa de su pasado industrial; descubrimos Tampere, segunda ciudad finlandesa y popular destino de fin de semana.

La primera de muchas sorpresas llega nada más bajarse del coche: un par de pasos, una bocanada de aliento y por los pulmones del viajero entra un aire distinto; un aire que comparte tanto con el de Helsinki – aire a norte, aire a horno de leña, aire a espacio abierto – pero en el que ya no se adivina ese punto de salitre y humedad tan característico de la capital a orillas del Báltico. Una de las primeras y más importantes lecciones que Finlandia imparte al visitante – especialmente si proviene de latitudes mucho más cálidas – es que no existe el frío como concepto único, sino varios tipos diferenciados de frío. Por un lado, el frío de Helsinki, una bomba de relojería cuyos volátiles ingredientes – humedad, viento, la inestabilidad derivada de situarse en el punto de encuentro de dos grandes masas de aire – se combinan en un día concreto para convertir un agradable paseo a 5ºC en una pesadilla polar. Por otro, el frío de Tampere; un frío mucho más al uso, más continentalizado, más en la línea de lo que se estila entre los climas del sur de Europa. El viajero que haya vivido una temporada por Helsinki lo notará inmediatamente – y agradecerá – este cambio.

Orgullosa de aquello que la hizo ser quien hoy es, la ciudad se afana en mostrar al turista sus señas de identidad desde los primeros pasos. Apenas un par de minutos, y al fondo ya se entrevé la negra silueta de una chimenea; una chimenea por la que, casi doscientos años más tarde, sigue brotando una columna de humo que asciende lentamente al cielo gris del noviembre finlandés, donde pronto se confunde con el resto de nubes. Primera declaración de intenciones: la Tampere que humea, que bulle, que late y bombea, que en medio de la inmensidad hostil no se arredra y sigue creando, fabricando, moviendo los engranajes. Que se reinventa.

Fundada por los suecos en 1775, Tampere goza de una localización privilegiada en el corazón de una de las regiones históricas de Finlandia: Tavastia o en finés, Häme. A dos horas en coche de la mayor parte de puntos de interés en el país – al sur, Helsinki; al oeste, Turku y la costa sueco parlante; al noreste, Savo, la región de los lagos –, esta encrucijada entre encrucijadas constituye el mayor núcleo alejado de la costa de todos los países nórdicos. Que esto no lleve engaño: que Tampere no cuente con mar no le impide presumir de vivir a tiro de piedra del agua, de una naturaleza que rodea la ciudad y la protege con sus muros. Al norte y al sur, los imponentes lagos Näsijärvi y Pyhäjärvi. Al oeste y el norte, colinas arboladas, un manto de álamos y coníferas que, como sucede con toda ciudad finlandesa, llegan hasta sus mismas puertas. Encajonado entre esas cuatro murallas, un centro de ciudad organizado en torno a una cuadrícula en la que destacan un puñado de avenidas interconectadas y una regia Plaza Central.

Fue la naturaleza quien le proporcionó a Tampere todo lo que necesitaba para prosperar: los rápidos del Tammerkoski, esa lengua de agua que salva el desnivel saltando entre la espuma y rasga la ciudad de norte a sur, conectando ambos lagos y partiendo el centro urbano en dos orillas. Gracias a ellos, la ciudad pudo labrarse un futuro, pudo encontrar la energía motriz con la que mover las pesadas turbinas del desarrollo industrial. Hablar de Tampere es hablar de industria y hablar de industria es, en este caso, hablar de James Finlayson, cuáquero escocés que visitó Tampere en 1819, cuando Finlandia seguía en las garras de los zares rusos como Gran Ducado. Con la ayuda de operarios traídos de Gran Bretaña, Finlayson sentó las bases de una industria textil que llegaría a emplear a 3.000 personas, convirtiéndose así en uno de los mayores éxitos industriales de Finlandia. Casi doscientos años más tarde, la industria se ha marchado, desterrada como en el resto de Europa a mercados más económicos (China, entre otros) tras olas sucesivas de deslocalización.

Pero del espíritu industrial aún queda algo en Tampere, y no precisamente poco. Juhani Mäkinen, periodista afincado en Helsinki, lo confirma: “aunque se marchó de allí ya hace tiempo, la industria sigue fuertemente enraizada en la identidad de Tampere”. La ciudad lleva décadas siendo calificada como la “Manchester de Finlandia”; paseando por los distritos que se asoman a los rápidos, el visitante pronto se verá asaltado por recuerdos de escenarios británicos, del Londres más callejero, del Manchester o Liverpool de chistera, traje y coche de caballos.  Chimeneas de muros ennegrecidos, naves industriales de ladrillo color rojo apagado, vagones de tren abandonados, calles de ladrillo y adoquín, adoquín y ladrillo, hiedra y cielo encapotado… Un decorado misterioso, casi fantasmagórico cuando se ve rodeado de la niebla de noviembre y bañado por la luz del largo crepúsculo finlandés; un decorado que, eso sí, no es de piedra ni cartón sino que está lleno de vida, con las antiguas fábricas hoy aprovechadas como elegantes museos, estudios de arquitectos, cafeterías y restaurantes en cuyos fogones se hornea lo más selecto de la cocina nórdica. Un paisaje industrial que no se ha dejado enmohecer, que se ha incorporado a la vida y al presente. De nuevo, la Tampere que se reinventa, la Tampere orgullosa de hitos como el de, allá por 1882, convertirse en el primer lugar de los países nórdicos en tener electricidad.

No obstante, aunque la industria siga marcando el paso de la Tampere de hoy en día, no deja de ser un pequeño punto en la inmensidad que es Finlandia, un escenario en el que el norte salvaje se agazapa en cada rincón, en el silencio atemporal, pétreo que sorprende al madrugador cuando se asoma temprano al exterior, en las señales de tráfico que advierten, a cinco minutos en coche del centro de Tampere, de los peligros de un potencial encuentro con un alce, en el sol que desaparece poco antes de las cuatro de la tarde y abandona al aterrado turista a su suerte en la larga noche de más de diecisiete horas. Apenas diez minutos del centro, el coche desfila silencioso entre abetos y aparca en la que será la última parada del viaje: la colina de Pyynikki, símbolo de la ciudad a pesar de sus 152 metros sobre el nivel del mar, nada sorprendente por otro lado en un país extremadamente llano, donde hasta la colina más insignificante es motivo de orgullo. En la cima de su torre de observación, protegido el rostro del azote del viento, el estómago satisfecho tras probar los – según dicen – mejores donuts de Finlandia, el viajero puede despedirse de Tampere con la mejor de las vistas. Lago sobre bosque, bosque sobre lago. Y al fondo, entre la niebla, la pequeña Manchester de Finlandia, un lugar al que siempre se tienen ganas de volver.

 

 

 

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