Los ojos de una niña de quince años que ha pasado toda su vida en un orfanato búlgaro miran con sombra plateada, con las pestañas puestas de rímel hasta el cielo y con una gruesa línea negra sobrevolando el párpado para hacerlo más profundo. La mirada de alguien que crece sin padres (más bien que sus padres no quieren verlo crecer) es triste, es dura, es cruda, es fuerte, es solitaria. “Aquí solamente tenemos a un niño huérfano, la mayoría tienen padres, pero son incapaces de hacerse cargo de ellos.”, confirma Evelina Samalyté, la encargada de “custodiar” la puerta de entrada y salida del orfanato St. Nikolay Mirlikiisky de Blagoevgrad.
La inmensa parte de los niños que viven en este orfanato tienen familia, muchas de ellas a menos de un kilómetro, sin embargo, no han querido hacerse cargo de sus hijos o no han podido. Todos y cada uno de los niños tienen una historia triste, una historia de película y la peor parte es que cuando narran su corta vida, no se puede más que ver cómo la cruda realidad te está mirando a los ojos.
Dos pequeñas hermanas, con cinco y siete años, cuentan que no tienen padre y que su madre “está en otro país trabajando mucho para volver a por ellas”, sin embargo, la señora Samalyté confirma que es cierto que el padre falleció, sin embargo, la madre está en una cárcel para mujeres por intento de asesinato. La única visita que reciben estas dos niñas es la de su abuela que apenas puede caminar.
En este centro de acogida se intenta dar a los niños una rutina, un horario que seguir, un día a día que se parezca a una vida normal. No es fácil. “Sí, claro, los niños están matriculados en el colegio público que está aquí al lado, pero no todos se levantan cada día para ir y los que ves que salen a la calle raramente llegan a clase, prefieren perderse por las calles de Blago.”, cuenta Boryana Stoyanova, la cocinera del centro.
Los niños más pequeños que se alojan en este edificio cuentan con ocho años y los más mayores diecisiete. Todas las mujeres que trabajan en el centro (no hay ningún hombre empleado en él) afirman que la peor edad es la que tiene lugar entre los doce y los dieciséis. Son niños muy difíciles, crecen demasiado deprisa y es prácticamente imposible controlarlos.
Una de las chicas más mayores, con los diecisiete ya cumplidos y a punto de tener que abandonar para siempre lo más parecido que jamás ha tenido a un hogar, explica que su mayor virtud es la fuerza, que podría ser capaz de acabar con chicas mayores que ella sin esfuerzo y que eso es lo único que hace falta en la vida: “que te respeten”.
Desesperación entre los cuidadores
Se antoja triste ver cómo pequeñas personitas tienen que crecer así, sin cariño, sin constancia, sin orden, sin ley, aprendiendo a la fuerza y siendo muy difícil creer que algún día llegarán a desaprender, pero hay algo que es todavía más triste: ver a las personas que dedican su vida a ellos, que su trabajo consiste en cuidarlos, enseñarlos, formarlos y prepararlos para la vida. Afirman que están cansadas, que “no tienen fuerzas para más batallas”. Dejan a los niños entrar y salir a su antojo; si ven que algún niño tiene algo que de buena mano saben que no les pertenece no les dicen nada; si un niño no aparece a la hora de comer nadie repara en su ausencia; si alguna mujercita no pasa la noche en casa se hace la vista gorda; si alguien llega con una herida lo único que hacen es tratar de curarla sin pedir explicaciones.
“Todas empezamos con fuerza, con ganas, con empeño y con ahínco, sin embargo, ver cómo tus esfuerzos no sirven para nada una y otra vez te agota, acaba contigo, te mata por dentro”, lamenta la encargada del centro de acogida, Christine Kaisheva, la persona que más tiempo pasa con estos niños. “Estamos cansadas de luchar, de intentarlo, de recibir malas palabras a cambio de buenas acciones, de ganarnos un guantazo por tratar de ayudar, de quedarnos sin voz tratando de repetir qué es lo que está bien”, continúa recordando que estos niños llegaron aquí porque alguien no los quería o no los podía querer. “Es muy complicado enseñarles que hay otras opciones, otros caminos. Nosotras lo intentamos, lo intentamos de verdad, pero hay casos que son irrevocables, la inmensa mayoría de ellos”, concluye en tono apesadumbrado.
Los niños del orfanato St. Nikolay Mirlikiisky de Blagoevgrad seguirán esperando, como cada día, una nueva oportunidad de salir adelante y emprender aquella vida que les fue negada. En el hospicio éstas serán unas Navidades sin padres, pero con esperanza.