Son muchas las personas anónimas que pasarán a la historia sin pena ni gloria. De pocos héroes conocemos sus nombres y apellidos a lo largo de la II Guerra Mundial. 16670, o Maximiliano Kolbe, es el primero de ellos, y por un buen motivo aún se recuerda su heroica hazaña en los carteles que recorren Auschwitz. Corría el verano del 41' cuando un prisionero logró escapar. ¿Las represalias? Elegir a 10 prisioneros al azar y condenarlos a morir de hambre. Entre ellos se encontraba Franciszek Gajowniczek, con mujer e hijos. Kolbe, que no se hallaba entre los condenados dijo al oír las lágrimas del anterior: 'Soy un sacerdote católico de Polonia, y me gustaría tomar el lugar de ese hombre, porque tiene esposa e hijos y yo estoy solo'. Y así fue. Desde entonces, Gajowniczek va a dar las gracias a Auschwitz por el milagro, aunque finalmente solo se reencontró con su mujer y no con sus hijos, quienes murieron en un bombardeo.
Otros héroes, anónimos esta vez, son todos los que vivieron y sobrevivieron a la tragedia y aún así tienen el valor de volver cada año a Auschwitz-Birkenau II. No van para compadecerse, ni siquiera para recordar, tan solo a sonreír, a sonreír frente a las ruinas de los crematorios, a disfrutar del silencio, pues ya no se oyen gritos de fondo y un olor dulce ha sustituido al de las chimeneas. El día elegido no es otro que el 27 de enero, día en que el Ejército Soviético liberó el campo de exterminio nazi; hoy el Día de las Víctimas del Holocausto.
Y cómo olvidar a todas aquellas personas que ayudaron a niños a esconderse en los lugares más recónditos de los bloques donde dormían, como fueron los agujeros de las letrinas; o aquellas familias alemanas que acogieron bajo sus familias a niños polacos.
Por fortuna o por desgracia, estas historias no son las únicas que recorrieron este campo de concentración, hubo muchos que fueron capaces de asumir culpas y sacrificar su vida por otros, inocentes como ellos. Así lo hizo Grigol Peradze, a quien le prendieron fuego; Yitzhak Katzenelson, quien levantó el Gueto de Varsovia, o el padre Kolbe, quien resumió esto en la frase 'No hay amor más grande que éste: dar la vida por sus amigos'.
Dejando los espinos atrás sólo quedan historias que contarán los supervivientes a sus hijos, y estos a su vez a sus nietos, y aunque de muchas de ellas solo quedan cenizas y ruinas, seguirán vivas en la memoria de todos ellos.