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Parque de atracciones en Pripyat / F. Robarmstrong2 |
Treinta veces golpea el badajo el bronce de la campana. Es 26 de abril y como cada año, el país ucranio recuerda el mayor accidente nuclear ocurrido en la historia de la humanidad. Curiosamente, treinta son los kilómetros que separan la central nuclear de Chernóbil de la valla que alerta de un peligro inminente. Un peligro que no hace ruido, tranquilo como un paraje natural, donde los rastros de vida humana están oxidados y abandonados.
31 personas perdieron la vida aquel fatídico día de primavera. Pero el silencio soviético, el del gobierno, no el del corazón de las víctimas, hizo que ese número se fuera incrementando con el paso de los meses y de los años. Hasta tal punto que no se sabe con certeza cuántas son las muertes que se pueden relacionar con Chernóbil. La Organización Mundial de la Salud estima que fueron 9.000, mientras que Greenpeace predice que morirán unas 93.000 personas.
Problemas en los órganos nerviosos y sensoriales, trastornos en el sistema digestivo, tumores malignos, defectos congénitos del corazón, alteraciones del ADN, malformaciones, son algunos de los efectos que perviven. Niñas y niños, mujeres y hombres que nunca podrán abandonar el precio del progreso.
Los héroes de Chernóbil
Entre 600.000 y 800.000 personas fueron enviadas a la central para luchar contra la radioactividad. Los llamaron liquidadores. Medio millón pertenecían al ejército soviético, el resto fue una suma entre campesinos y obreros bielorrusos y ucranios. La indumentaria constaba de máscaras, que ellos mismos denominaron ‘bozales’. Igor Kostin, reportero gráfico de la agencia de noticias Novosti por aquel entonces, explica en su libro Confesiones de un reportero que “después de dos horas de llevarla puesta, la boca se llenaba de úlceras, a causa del calor y la mala circulación del aire”.
El cuerpo fue recubierto por un traje de protección de color blanco, color que llamó mucho la atención a Kostin, ya que en la Unión Soviética existía entonces un sistema muy jerárquico, poderoso y estricto. Sin embargo, en Chernóbil tanto ministros como soldados iban de blanco. Los liquidadores más próximos a los cuatro reactores de la central nuclear eran reservistas llamados a filas para hacer ‘maniobras’. Tenían que ponerse un equipo de casi treinta y cinco kilos, una especie de trajes hechos a base de plomo que tapaban el pecho y la espalda, trajes que solo podían utilizarse una vez debido a la cantidad de a la radioactividad que absorbían.
Durante las horas más próximas al accidente, la radioactividad, cerca de la central, despellejaba por completo la piel de los bomberos y operarios que allí trabajaban. Los efectos de la catástrofe dejaban en carne viva las piernas de los policías que se acercaban en moto al lugar. Kostin explica en su libro que los primeros liquidadores que asistieron a la zona devastada volvían en el autobús de camino al hotel quejándose a los ingenieros y médicos de lo mal que se encontraban. El pánico empezaba a hacerse visible ante el fantasma de la radioactividad.
El olvido del tiempo
La expulsión de materiales y sustancias radioactivas como por ejemplo el dióxido de uranio, usado como combustible nuclear, fue 500 veces mayor a los materiales radioactivos liberados por la bomba atómica lanzada por los Estados Unidos en Hiroshima. Kostin recuerda que “los liquidadores tal vez no pudieron elegir librar esta guerra, pero pusieron a disposición del poder una de las pocas cosas que aún se podían poseer en la Unión Soviética: su vida”.
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Monumento en la central de Chernóbil / F. Robarmstrong2 |
Su cometido siempre permanecerá sobre toda la faz de la tierra, pero los supervivientes y familiares de esas víctimas vieron cómo en 2011 las ayudas que recibían por los efectos de sus trabajos de limpieza eran eliminadas. En 2.015 el parlamento ucranio gestiona devolver las indemnizaciones, que ni mucho menos podrán curar las heridas que dejó aquel 26 de abril de 1.986.
La voz de una tragedia
Svitlana Shmagailo tenía tan solo 12 años durante el accidente. Aún vive en la misma casa, a tan solo 35 kilómetros de la central nuclear. Hoy tiene 42 años, su testimonio eriza la piel, sus silencios reflejan la realidad de un pueblo y sus suspiros aguantan unas lágrimas hechas de pena y dolor.
Según explica: “Mi primo liquidador en el año 2.000 murió de cáncer de sangre, en 2.003 mi tío murió de cáncer de garganta, en 2.010 a mi madre le diagnosticaron cáncer, en 2.011 a mi hijo le diagnostican una especie de vasculitis del sistema inmunológico. En 2.014 a mi hermano le dicen que tiene cáncer de lengua, y en 2.015 murió mi madre”.
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A Shmagailo empieza a temblarle la voz, se toca la cara e inclina el rostro, nada perturba la sensación que esos gestos dejan en la sala donde cuenta su historia. Los presentes se impregnan de su testimonio y es ahí, en ese mismo momento, cuando Shmagailo se queja de la deshumanización hacia su pueblo. No entiende cómo los gobiernos destinan dinero para hacer una cápsula llamada sarcófago, pero se olvidan de paliar los efectos de las víctimas. Critica a su propio gobierno y a parte de su pueblo que quiere olvidar de una vez por todas la tragedia, pero ella no se resigna a hacerlo.
Su deseo es vivir en un mundo sin centrales nucleares, sin más posibilidad de otro Chernóbil o de otro Fukushima. No concibe que haya gente que defienda esta forma de producir energía. A su izquierda Raquel Montón, responsable de Greenpeace para la campaña de energía nuclear, explica que no se puede defender la energía nuclear señalando que, como también indican los investigadores del Grupo de Física Nuclear de la Universidad Complutense José Manuel Udías y José María Gómez en su artículo de opinión Chernóbil, treinta años después: “El accidente fue producido por fallos humanos de extrema gravedad, entre los que hay que mencionar deficiencias muy serias en el diseño de los reactores de Chernóbil”.
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Montón castiga la explotación de este tipo de energía. Señala que no es justificable resolver el problema diciendo que son fallos humanos o, como en el caso de Fukushima, problemas derivados de una catástrofe natural, como el terremoto y el posterior tsunami que provocaron el colapso en el suministro eléctrico del reactor.
Udías explica a Infoactualidad que seguramente se sigan haciendo más centrales nucleares, pero por motivos económicos no serán tan seguras como se podrían hacer. “China e India necesitan mucha energía y muy probablemente no van a adoptar modelos de central nuclear tan seguros como las que se construyen en los países nórdicos”, indica.
Quizás las palabras de Shmagailo cobren más sentido al ver imágenes de Pripyat, ciudad situada a apenas a seis kilómetros de la central nuclear. Una zona donde la vegetación escala por los edificios y puebla las calles. Hace tiempo dejó de circular el ruido de la vida típica de las urbes. Casi 50.000 personas fueron desalojadas. Hoy no queda nadie.
En lugares como Siria o Afganistán, el soldado puede intuir por donde puede llegar su desenlace: el ruido de las balas, una bomba o la metralla, pueden reflejar que allí hay peligro de muerte inminente. En Chernóbil nada de eso ocurre, la radioactividad puede provenir de un cambio de viento o a través de las riadas de agua que se forman con las tormentas, pero no emite sonidos, ni deja cuerpos en las cunetas. Todo sucede en silencio.